
LA MEMORIA DE JOSEP
En mi último viaje a Barcelona y con tantos aniversarios por venir, se me dio por ir al cementerio de Montjuïc y acercarme hasta el Fossar de la Pedrera. No se si lo pensé o se dio así por el comentario de una persona que trabajaba conmigo, el caso es que un martes por la mañana me encontraba allí. Tal vez fue un acto de justicia con la memoria, eso no lo sabré nunca.
Este sitio casi extramuros –Debajo te caes fuera- me dijo mi compañero de trabajo mostrándome un mapa; en la ladera más alejada de Montjuic, se muestra apacible, tranquilo, sosegado. Goza de una paz que antaño se vio agitada por tanta sangre y tanta injusticia, por la incomprensión y la desidia de la humanidad que bajo las dominantes ideas asesinas, en el siglo pasado se olvidó de vivir.
Al ingresar al recinto, final de tantos justos; del tamaño de un estadio de fútbol, y cuyo preámbulo son varias hileras de diez columnas cada una con nombres y más nombres escritos en sus cuatro caras y del suelo al cielo, nadie puede quedar indiferente. Nombres que se suceden. Apellidos que se repiten una y otra vez. La muerte no distingue entre catalanes, andaluces, vascos o gallegos; y la generalísima barbarie menos aun.
Un par de metros más adelante, pasados ya los pinos centinelas y las columnas solemnes, se ven una serie de nombres escritos sobre piedras. O al menos eso me parece. Al principio veía nombres pero al acercarme me di cuenta que eran recordatorios del Holocausto del pueblo judío, cada piedra llevaba marcado el nombre de un campo de exterminio. Parecía un sitio de unión, de espantosa memoria, un Nunca Más compartido.
En el flanco opuesto descansan desde no hace mucho, y en un mausoleo descuidado con aguas turbias como el olvido, los restos del Presidente Lluís Companys, entregado por los alemanes a la dictadura franquista para su fusilamiento allá por 1940.
Hacia el fondo del Fossar y caminando por la hierba, contra un paredón natural –a decir verdad, todo el recinto es un paredón, un hemiciclo rodeado de tierra dura y rocas, una caja cerrada preparada por la naturaleza para perpetrar las peores atrocidades- diviso una silueta.
Me acerco con respeto e intento sacarle algunas palabras a este hombre bastante mayor que se detuvo frente a unas lápidas. Todas diferentes, unas sencillas otras más delicadas; unas recordando republicanos, socialistas, comunistas, masones, judíos, brigadistas y otras más precisas con nombres propios. Ahí estaba el hombre. En las determinables. En una en particular, la de un tal Antoni.
Con un saludo seco al principio pero más resuelto a medida que la charla iba creciendo y mezclando palabras en catalán –cerrado el suyo, defectuoso el mío- y en el castellano de los dos, me fue contando su historia. La historia de España.
Me dijo que Antoni era su padre, republicano, empleado de una imprenta, que se vio llevado por sus ideales al campo de batalla y que una vez prendido por los franquistas corrió la infortunada suerte de tantos: la cárcel, el paseo y el final anunciado. Su madre era maestra de escuela, durante la II República acompañó y aplaudió uno a uno los cambios que el gobierno llevaba a cabo en materia educativa, todos tendientes fomentar los conocimientos y la igualdad. Igualdad que sería truncada por el gobierno franquista.
Se desató un baño de sangre inminente e incontrolable. –Sabes chaval, entre tanto revuelo de unos y de otros se cargaron a los primeros que encontraron y estos no eran otros que los curas y las monjas. Luego cada uno tomó partido por un bando diferente.
Para cuando estalló la guerra, la República contaba con apenas cinco años, pero no murió, resistió a los autodenominados Nacionales y recién desapareció, en los papeles, el 18 de julio de 1939 con la proclama de victoria por parte de las tropas franquistas y esa fue otra historia.
La República seguía en la memoria de sus luchadores, en la memoria de su madre, según me contó Josep –tal es su nombre- y de tantos otros que fueron corridos de sus puestos de trabajo y hasta de sus viviendas, teniendo que armar con lo puesto una vida lejos de su gente. Pero esos -según me dijo- corrían mejor suerte que aquellos detenidos y luego fusilados; esos por lo menos pudieron contar lo duro de la época y la asfixiante posguerra con todas sus miserias y alguna que otra bondad inventada para sobrevivir. Josep con sus hermanos a cuestas dejó la escuela y se dedicó a la vida rural. Su madre, en tanto que maestra de ideas republicanas, fue separada de su cargo y perdió el trabajo pero no la vocación. Junto con ella unos 16.000 maestros de escuela fueron separados de sus cargos por Comisiones Depuradoras y algunos de ellos llevados al paredón por la injusticia franquista.
La intelectualidad barrida por la barbarie del régimen generó por ausencia un oscurantismo educativo que taló de manera determinante el pensamiento de esas generaciones contemporáneas a Josep y sus hermanos. Oscurantismo que tardaría mucho tiempo en aclarar dentro de los claustros docentes del régimen.
Los muertos de la Guerra se contaban por miles y las familias separadas, los hermanos enfrentados y los vecinos delatores ante cualquier movimiento sospechoso, estaban a la orden del día. En la Posguerra se sucedían día tras día nuevas detenciones, interrogatorios y celadas que, decía Josep, no tenían razón de ser.
Me contó una situación en la que un vecino suyo fue denunciado por Rojo –como todo lo diferente y lo odiado, el enemigo público por excelencia- por otro que le codiciaba sus gallinas; el vecino Rojo fue llevado de paseo y se acabó el asunto. Debo decir que en la literatura especializada en la Guerra Civil y la época de posguerra, la variante de esta anécdota es muy común y se da tanto por mujeres, bienes, pleitos menores o por cualquier cosa que se preste para la envidia, pero no por repetida le resté importancia en su relato.
Los partidos fueron declarados ilegales y solo se veían las supuestas bondades de la dictadura; se comenzó a hablar de la clandestinidad, los intelectuales que no comulgaban con el régimen se las arreglaban como podían, mucho más expuestos que la gente de a pie se exiliaban en países afines a sus pensamientos y desde allí hacían tribunas de opinión tratando de concientizarar al mundo de las atrocidades de Francisco Franco y sus seguidores.
Con esto a cuestas y la historia del día a día persiguiéndolos sin prisa y sin pausa, con su madre Carmen y todos sus hermanos, Josep -me dijo- se fue haciendo mayor. Yo no le creí porque la mayoría de edad parecía algo que el catalán, como muchos otros, había alcanzado mucho tiempo antes.
Su historia me hizo perder la noción del tiempo y cuando quise darme cuenta estábamos sentados en unos bancos de cemento frente al mausoleo. El sol en ángulo recto sobre nosotros. El frío ya no se sentía. No podía comprender si ese calor era el de la historia o el del mediodía, pero él continuó su relato.
Después de la asfixiante posguerra se trasladó a la ciudad y trabajó –hasta su retiro- en los talleres de los ferrocarriles. Así, sin más, hasta los años sesenta. Ahí comenzó un leve crecimiento –Porque, vamos crecer crecer… y movía las manos con cierto desprecio.
Hasta que un día, sin darse cuenta o anestesiado de tanta resistencia, algo comenzaba a cambiar, eran los años setenta. Josep se había casado hacia rato y ya tenía hijos.
Distintos atropellos históricos, de esos que no perdonan ni a los más longevos tiranos ni a los más insignificantes aprendices, comenzaban a azotar al régimen. Primero las huelgas y escándalos, luego las protestas universitarias y el Proceso 1001 y por último, como preludio de la catástrofe o final apocalíptico, el asesinato de Carrero Blanco, nombrado unos meses antes presidente del Gobierno, anunciaban el final.
Lentamente la vida del dictador que se había inventado un rango militar a su medida iba llegando a su fin. La enfermedad terminal no le privó de asesinar, aunque más no sea desde un escritorio y en un documento, firmando los últimos fusilamientos.
El 20 de noviembre de 1975, la historia anunció la muerte del dictador y el fin de un patriarcado nefasto que signó la vida de los españoles durante 36 años.
Él me dijo que con la muerte de Franco se alivió, pero que su cuerpo se había acostumbrado, aunque no su memoria, a vivir con la dictadura; y que con esa muerte y ese cierre volvió a vivir de otra manera, fue un resurgir de sus cosas más queridas.
Y que él no perdonaba, ¡Porque eso se pide siempre, que los vencidos perdonemos, pero no. Yo no perdono, no olvido ni perdono, porque siempre nos piden a nosotros que renunciemos a la justicia y siempre los oprimidos somos los mismos, los que tenemos que olvidar y perdonar una y otra vez somos nosotros, siempre nosotros, aquí, allí y en todas partes!
Y así lo dejé ese martes 14 de febrero, masticando su bronca y evocando sus recuerdos. Me alejé y pensé en la compañía silenciosa de más de 4.000 muertos que descansan en el Fossar y que viven en la memoria de muchos. Y pensé también que esta historia que fue vivida allí en Barcelona pudo también vivirse en León, Asturias, Madrid, Pontevedra, Cádiz o en cualquier pueblito perdido de España.
Por eso esta no es la historia de Josep, sino que es la Historia de una España que vive en la memoria y que por estas fechas para unos y siempre para otros, se recuerda. Salud y República.
Alejandro P.
Barcelona-Buenos Aires, Febrero de 2006.-

0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home