viernes, junio 30, 2006

EL RELATO QUE VERÁN HOY, fue escrito hace ya 10 años y esta plagado de errores pero esos errores forman parte también de la cosntrucción de la historia. De nada sirve, hoy, modificarlos porque estaría engañandome y engañandolos a todos (los pocos visitantes de la página). Tuvo esta historia, varias cosas agregadas a posteriori pero decidí poner el original. No digo con esto que los "agregados" hayan sido buenos eh. No. Todo lo cotrario, creo que fueron tan o más malos que el "original" pero bueno, aquí esta. No tiene título pero hoy le puse una frase extraida de la canción de Sabina "La canción más hermosa del mundo". También les aclaro que aun no domino los blogs asi que cuando corto y pego, sale lo que sale. Disculpas y les dejo con él.

Los tontos por ciento y el cuento del bisnes


Acabo de tener una conversación con el comisario Fernández de la 51, encontraron un N.N. de sexo masculino, aparentemente de entre 35 y 40 años de edad. Vestía zapatillas Nike y un conjunto azul. Tiene todas sus pertenencias y creen que murió no hace más de 5 horas, la soga aun no le lastimó el cuello pero ejerció la suficiente presión como para causarle la muerte. Chicos ni bien llegue el sumario, me lo hacen saber. Otro suicidio en los Bosques de Palermo. La puta madre.

Esas fueron las palabras del Secretario del Juzgado ese 5 de junio a las 10 de la mañana.




Sería aquella la última noche en que vería su calle, con las mortecinas luces de neón de los bares y tabernas.
Pedro salió como de costumbre, nunca antes de las 10, intentado tal vez olvidar los rencores cotidianos que como ese día y todos los otros lo esperarían por la mañana en su trabajo. Creía él que esa noche le daría un respiro al sufrimiento y comenzaría la revolución, esa que tanto anhelaba junto con sus compañeros del café que frecuentaba todas las noches sin excepción, donde compartía con los soñadores los inevitables fracasos del romanticismo que los unía en un lazo más intenso aún que el de la propia amistad y que el paso inexorable e implacable de los años había hecho de ellos, hijos de mil derrotas, seres sin temor al fracaso. Casi como que lo esperaban día a día, sabiendo que tal vez nunca llegue la victoria, pero qué importaba aquello, si seguían unidos a pesar de todo, y con la (¿triste?) certeza de que el romanticismo bien entendido, no era más que el conocido fracaso producto del fascinante intento de cambiar el mundo.


Llegó al bar de costumbre, observó rápidamente cada una de las mesas que se encontraban ocupadas, buscando la mirada cómplice de los amigos. En ellas no reconoció a ninguno de los muchachos, pero si pudo advertir (casi de memoria) que las gentes que habitaban todas las noches las mesas de aquel bar ya se encontraban en sus lugares cual si fueran centinelas custodiando la guarida donde cada noche se trazaban los planes de la Revolución de las Almas Solitarias contra el destino.
Vio a todos los individuos de aquel lugar: los dos hombres que desde hacía más de tres años se encontraban, al igual que ellos, todas las noches a beber sus tres o cuatro medidas de ron, nunca con hielo, porque según ellos le habían contado una noche solitaria a un amigo suyo, cualquier gota de frío ofendería a los dioses que habitaban ese ron, congregados noche a noche en esos vasos trayendo desde el caribe el son que alimentaba sus corazones; la pareja de bailarines del local de la esquina que observaban todo como el convidado de piedra; los viejos vagabundos que gastaban las monedas conseguidas en el día; las tres mujeres que dos veces por semana, al salir del cine, compartían las pasiones y desgracias de sus hogares; los peones de taxi que se juntaban a contar las anécdotas de cada día y que a medida que pasaban las copas, pasaban también las historias repetidas, pero qué importaba aquello si todas las noches se unían en sagrada comunión, donde la ginebra era el mismísimo Santo Sacramento, el cual les entregaba la paz necesaria para volver a las pensiones que los albergaban, dormir unas horas, librarse de la resaca que los abrasaba, soñar con sus mujeres que se habían quedado en algún pueblo esperando la miserable limosna fruto del sacrificio de esos hombres. Y también estaban ellas, las mujeres que en las naciones que en un pasado lejano fueron una, llamada quien sabe como y luego haciendo uso de viles ideales, habían sido denominados países, con identidad y nombres propios en cuyas regiones cercenadas por la espada y la cruz, dejaron atrás sus lazos de hermandad y cada vez que intentaban resurgir eran aplastados por el autodenominado “Dedo de Dios” que parecía demostrar que seguían unidos por los métodos canallas que los gobernaban. Tampoco faltaban las mujeres de la noche, esas meretrices que se daban un respiro en el bar. Esos eran todos los habitantes nocturnos del Hemingway.


Mientras esperaba, pidió el whisky doble (con un solo hielo) que lo acompañaba todas las noches que llegaba temprano, que no eran muchas, pero si las suficientes para pensar un poco en él.
Se quejó del estado del libro que minutos antes, por el camino había adquirido en un local de usados, esos que siempre se encuentran abiertos por los sórdidos arrabales de cualquier ciudad que supo tener una vida nocturna de errantes bohemios, sabihondos, suicidas, filósofos trasnochados y montones de gentes que pensaron en futuro que no se dio.
Leyó los primeros párrafos del libro de Carlos Fuentes y se imaginó ese México insurgente con sus olores y colores, imaginaba y se transportaba hacia ese lugar que no conocía y que tal vez nunca llegara a conocer, pero se sentía vivo, era parte de “La región más transparente”, esos olores lo transportaron a la mañana del 5 de junio, aquel día en que conoció a María.
Volvió en sí y dejó de leer, pensando que ese libro no le demandaría más de una semana y que no podría comprar otro hasta el próximo mes.
Cuando tuvo el vaso en su mano, lo miró y como quien cuenta sus penas a un amigo, comenzó a narrar la historia de aquel día de junio que ya jamás podría olvidar, sabiendo que ese líquido espeso, dentro del vaso no muy limpio, no se opondría a oír el clamor desesperado de auxilio, que esa noche y hasta la llegada de alguno de los muchachos intentaría salir a flote como lo hacía el pobre cubo de hielo que se asomaba a la superficie de la bebida.
Ese vaso había adquirido alma, le había atribuido cuerpo y conciencia y esperaba de él alguna respuesta que luego de un rato y por obra de su conocimiento del mundo (sabía que el animismo era solo una corriente de pensamiento obsoleto y que jamás ese vaso podría responderle) se limitó a contarle sus cosas sin esperar respuesta.
Comenzó a descender por el foso de su locura, por sus cavilaciones, dudas, obsesiones, temores, prejuicios (algunos muy tontos), hizo todo el recorrido mental buscando en cada estante de su cerebro las cuestiones relevantes de ese día, hasta que llegó a las pasiones del espíritu.
Había conocido a esa mujer casi por azar, o por culpa de Cupido que quería poner a prueba a ese hombre en un momento de su vida que creía no necesitar de nadie y solo pensaba en el fracaso que vendría al día siguiente y que junto a sus amigos esperaban como buenos antihéroes del romanticismo, porque su vida está marcada por la constante desilusión que los abate pero a su vez les da fuerzas para seguir y desestimar las pequeñas decepciones, esperando el tiempo de las grandes.
No les importaba lo que pensaban los demás, ellos se consideraban verdaderos héroes que se sobreponían cada día al destino cruel, eran hombres que bien podían haber salido de alguna obra de Gracilazo o de Cervantes, luchando contra los molinos de viento.
En ese momento se dio cuenta que el whisky dejaba de prestarle atención y decidió volver a la mujer.
Ella no era muy alta ni tenía cabellos rubios, sus dedos no tenían estilo, pero se sentía feliz cuando se posaban en su pelo, como cortando el viento; sus ojos tampoco eran hermosos pero el gris de su mirada lo transportaba a otro lugar. La había encontrado por casualidad y desde el primer momento se dio cuenta que ella sería la mujer de su vida, la que el más había amado y a la que ningún hombre podría amar jamás como la amaría él. Pero como suele suceder en estos casos, Su Caso, el amor se le negaba. Era una verdad que no le sería revelada o al menos eso parecía; ella le había dicho que no podía ser porque otro hombre la poseía.
Le regaló una sonrisa que él sintió como una cruel carcajada, pero pronto se repuso y decidió pensarla todos los días de su vida.
Una perla de sus ojos cayó sobre el líquido que lo escuchaba y mitigaba su dolor, la bebida se fue hacia los bordes del vaso y la lágrima ocupó el centro, del mismo modo que la luna ocupa el lago en una noche clara de primavera. Se dio cuenta que aquella expresión no era de odio, él no había cultivado aún ese sentimiento para con una mujer.
A pesar de todo, se sentía feliz porque era un romántico. Para muchos un idiota, pero no importaba, porque sus altos ideales lo llevaban día tras día a esperar el mañana.


Uno a uno fueron llegando hasta que en la mesa fueron cinco; en ese instante observó su vaso y el whisky se había consumido como si fuera un reloj de arena, con la diferencia que no podía dar vuelta el vaso para obtener nuevamente el líquido pero con la similitud de que por más que se dé vuelta el reloj de arena no puede volverse el tiempo atrás. En fin, eso ya no importaba, él se sentía aliviado.


Cada uno pidió su bebida con el mismo gesto de siempre; Vicente que habitaba ese paraíso que era el Hemingway, entendió el movimiento y bajó una a una las botellas que cada uno iba consumiendo con el correr de los días.
Los cinco fueron contando sus historias y llegaron a la conclusión de siempre:
La vida era eso y sólo atinaban a luchar por el surgimiento del nuevo orden, aquel que pueda cambiar las cosas, pero que siempre les era esquivo. Creían en todo pero no creían en nada, era un laberinto en el cual la salida no se encuentra nunca a la vuelta de la esquina; y si se encuentra como él había encontrado a María, enseguida se desvanece como suelen hacerlo los oasis en el desierto.

Discutieron largo tiempo, casi 3 horas, hubo momentos amigables, críticos, de alta tensión, pero siempre con el afán de convencerse unos a otros para que juntos hicieran realidad esa expresión de deseo que era ver las cosas cambiar.
Los vasos se llenaban casi siempre unas dos veces, menos los viernes que se repetían una vez mas, y luego llegaba el momento del café (el regalo de Vicente) donde todos contaban anécdotas del pasado lejano; a veces Vicente se sumaba. Aunque podía ser su abuelo ellos lo sentían como un amigo más, era un viejo nacido en Andalucía que cuando joven, fusil en mano, participó de la Resistencia en algún sitio de España contra el régimen del Generalísimo Francisco Franco ese “´jo puta” como decía cada vez que lo nombraba.
Vicente contaba siempre historias que había vivido, y otras inventadas que igual pasaban como reales; sobre el fusilamiento del Poeta o el encierro de Hernández y muchas otras atrocidades de la época, la barra se había pasado en vela más de una noche. A los veintidós años había llegado a Buenos Aires, llamado por unos tíos y al poco tiempo formaba parte del Anarquismo porteño, una forma de vida, pero esa es otra historia. Lo cierto era que el andaluz tenía aun a sus 78 años el corazón de un romántico.


Se despidieron uno a uno y cada cual tomó su camino. Pedro debía volver a su departamento para al menos dormir unas horas antes de ir al trabajo.

Subió las escaleras que lo llevaban al angosto pasillo del segundo piso del departamento de la calle Güemes, casi llegando a Malabia, ese departamento que fue de su abuela y ella antes de morir le había prometido a él, como regalo por el cariño que éste le había brindado durante toda su vida y la compañía que le significó luego de la muerte del “viejo”. Ese lugar tenía muchos recuerdos para él. En la habitación tenía varios cuadros y fotos de familia, junto con una vieja biblioteca, de la que siempre decía que era su conocimiento del mundo que hay más allá de lo posible. A veces pensaba en las manos que habrían tomado aquellos libros para ser devorados por el afán de conocimiento, cuantos amigos de su abuelo habrían tocado aquellos volúmenes de las colecciones más diversas (la mayoría eran heredados) y cuantas otras manos anónimas habrían tocado los otros, esos comprados en los saldos de usados.
La melancolía lo tomó por sorpresa, recordó su infancia con los abuelos, las primas y primos, los tíos; intentó recordar también a sus padres, pero solo podía recomponer en su memoria sus caras, su tono de voz y sus olores, no podía recuperarlos en las acciones cotidianas, pues por mas esfuerzo que hiciera le era imposible recordar con detalles el quehacer cotidiano de sus progenitores, ellos que lo habían dejado al cuidado de sus abuelos esa noche que decidieron salir al cine, y justo momentos antes de “desaparecer”.
Se vio sumergido en un mar de angustia, melancolía y tristeza, pero pudo dejar atrás esos pensamientos. Él a pesar de todo, era feliz, pues había tenido todo el amor necesario y aun más, para ser lo que era y creía que sus ideales eran los más nobles sobre la tierra. Un conjunto de todos los ideales antes conocidos por los hombres.
Buscaba sobre sus padres la justicia de los hombres, pero sabía que tarde o temprano llegaría la Divina. No pensó jamás en la venganza. Pero si en el castigo que borra las angustias, las profanaciones de una memoria que sabía suya pero que otros se empeñaban en hacer desaparecer. Una memoria que día a día caía del cielo sobre las aguas turbias de la desolación y la injusticia.
Se recostó en su cama y pensando en Dios (creía que en El se subsumían todas las criaturas de la tierra, entre ellas la más importante, María) se fue durmiendo. De esta manera eliminaba el caos de sus pensamientos y descansaba mas aliviado, sabiendo que a la mañana siguiente lo esperaba otro día de trabajo y otra tarde y otra noche en el Hemingway.





Jorge Ortiz de Rozas despertó sobresaltado, estaba todo transpirado, fruto de aquella horrible pesadilla. Aquel sueño recurrente que peleaba por salir de su ser, por mostrar a “su” sociedad un hombre que él quería ser y no era. Miró a su alrededor y tocó con su mano izquierda el cuerpo de la mujer que ¿amaba? y que le había dado 3 hijos, esa mujer que había conocido a la fuerza y que luego se unió en ¿sagrado matrimonio?, mitad por imposición de la cultura que él era parte y mitad por el deseo de sus padres de hacer de él un hombre de “Sociedad”. Ese matrimonio era un asco, apestaba la falsedad, el sufrimiento, la sumisión, la falta de coraje; pero él se había acostumbrado (después de todo, diez años de terapia eran mucho dinero, pero más era el dinero que tenía que perder si debía separar su vida de la mujer que dormía a su lado).
Era temprano pero ya no podía conciliar el sueño, había quedado realmente abrumado luego de la pesadilla y tenía demasiados pensamientos que rondaban su cabeza ocupada siempre en los negociados que debía llevar a cabo para mantener su nivel de vida (se escudaba en ese pensamiento para no aceptar que se había convertido en un gusano).

Decidió levantarse y darse un baño.

Se puso las pantuflas y comenzó a caminar hacia el cuarto de baño que quedaba en la misma habitación, pensó en ver si sus hijos dormían pero pronto superó ese pensamiento pues bien sabía él que ante cualquier sobresalto de los niños, las dos muchachas que trabajaban para su familia responderían de inmediato.
Una vez dentro, observó el rostro desencajado que le ofrecía el gran espejo, su gran espejo. Ese hombre no era él, era un rostro con mucho cansancio, con dolor, como si el sueño aun lo atormentara. En ese instante resolvió lavarse la cara con el agua más fría del mundo, infantilmente creía que su agua era la mas fría de todo el universo.
El reloj daba las 5 de la mañana.
Asiduamente se levantaba no antes de las 7.30, momento en que el chofer de su empresa pasaba por la casa a retirar a los niños que iban al colegio.
Se lavó los dientes, tardó cinco minutos como de costumbre, no sin antes cerrar el grifo del agua caliente que había abierto luego de lavarse la cara con el agua helada. Dejó el cepillo en su lugar e introduciendo su mano derecha en la bañera, paralela a la pared, giró rápidamente el grifo del agua caliente y pensó que no era momento para darse un baño de inmersión, que debía si o si darse una ducha para despejar los pensamientos, ya que si se recostaba en la bañera podía dormirse y volver a soñar esas pesadillas.
Cuando juzgó que la temperatura era la correcta, se fue metiendo lentamente en la bañera. El chorro de agua le fue revelado poco a poco y lo vivió como un resurgir, se sintió vivo. Tomó las toallas limpias y utilizó una para cada parte de su cuerpo. No creyó necesario afeitarse, no le crecía barba a velocidades frecuentes, tal vez lo hacía cada tres o cuatro días. Se sentía prolijo. Se puso los calzoncillos que tenía destinados para hacer deporte, eligió la remera adecuada para ese día de la semana, tomó del tercer estante ubicado en la parte derecha del inmenso placard (siempre ordenado por las mucamas) su equipo nuevo, comprado junto con otras cosas en su último viaje a Miami la semana pasada. Se calzó las Nike y decidió salir a correr como lo hacía todas las mañanas, aunque hoy era realmente temprano.
Antes de salir de su casa, hizo un repaso mental de lo que se pondría ese día para ir a la empresa y pensó que lo más apropiado sería el traje negro Versace, que había adquirido en el mismo viaje y el par de zapatos que le había obsequiado el gerente del lugar por ser él uno de los mejores clientes de la firma.
Dijo para sí: Hoy debería ir con el BMW rojo, es el más apropiado, en la reunión quedaré muy bien.
Se despidió de su mujer y sus hijos con un beso en la frente y salió camino a su rutina.
Mientras bajaba las escaleras (ninguna mañana utilizaba el ascensor, bajaba por las escaleras de emergencia para realizar el calentamiento de sus músculos) sintió en su cabeza algo raro, casi como si un pensamiento relativo al sueño volviera a atormentarlo, pero le restó importancia cuestionando lo soñado. Quién era el hombre del sueño, era feliz, tal vez su nombre debió ser..., bueno no importa son estupideces que sueña la gente cuando no esta ocupada en los negocios.

Mientras iba hacia el punto de partida del recorrido, vio sobre la vereda una soga que bien pudo ser olvidada por los tantos paseadores de perros que visitaban el lugar. No era la primera vez que encontraba objetos extraños, pero sí la primera que se lo guardaría en el bolsillo. La soga era blanca con pequeños vivos rojos.

Momentos después, recordó que su abuela quería ponerle Pedro, esa historia se la habían contado una y mil veces cuando él preguntaba si sus padres lo habían adoptado, pero hacía ya 40 años que no escuchaba ese nombre.
Se pregunto si siendo Pedro (el de su abuela) sería más feliz. Vinieron a su mente otros nombres como Hemingway, García Lorca, palabras salidas de algún poema, pero no entendía nada.
En ese instante tocó su bolsillo para asegurarse de tener la soga y salió corriendo hacia los Bosques de Palermo.
Evidentemente fue la última noche que en sueños vio la calle de Pedro, ese que pudo ser y no fue. Las luces de neón, los amigos y el Hemingway no volverían a atormentarlo jamás.
¿Destino o realidad insoportable?